El avión aterriza suavemente en el aeropuerto Marco Polo. Las luces del atardecer se cuelan por la minúscula ventanilla. Turquesa, naranja, añil… son los diversos colores que, a la fuga de la paleta del virtuoso, casi divino Tintoretto, envuelven en un cálido abrazo a Venecia, la Gran Venecia…
Al atravesar las enormes puertas blancas del Marco Polo,
como si de un palacio se tratara, me dirijo presurosa a la orilla de la laguna,
y la admiro con los ojos abiertos de par en par. Es verdad lo que dicen,
resulta tan bella como inmensa… envidio a las gaviotas que, libres y
caprichosas, sobrevuelan las calmadas aguas que circundan e inundan la ciudad
encantada.
Tras encerrar el embelesador paisaje en mi caja de los recuerdos, tomo un taxi que me acerca a mi ansiado destino surcando velozmente la laguna…
Tras encerrar el embelesador paisaje en mi caja de los recuerdos, tomo un taxi que me acerca a mi ansiado destino surcando velozmente la laguna…
Llego a la Plaza de San Marcos, y la belleza me golpea sin previo aviso.
Allá donde dirijo mi mirada veo algo que no hace más que emocionarme.
El imponente león alado, símbolo de la gloriosa república veneciana, me saluda con un majestuoso aleteo de bienvenida; la Torre del Reloj se erige firme y gallarda, marcando su posición privilegiada en el corazón de la plaza; la Basílica resplandece junto al Palazzo Ducal con la luz marchita del atardecer, recordando lo que un día fue la grandiosidad del poder del dux; los “procuratie” han sustituido a los nobles procuradores venecianos por cientos de turistas que, embelesados al igual que yo ante el fastuoso escenario que nos rodea, apuran el crepúsculo en las terrazas que más bien parecen distinguidos palcos salidos de la Fenice...
El reloj marca las nueve y, sucumbiendo al síndrome de Stendhal, me dirijo al Palazzo Soderini, que albergará mis noches en Venecia. Antes de desaparecer en las laberínticas calles de la ciudad, me detengo a escuchar los lamentos que se escapan por las centenarias rendijas del Puente de los Suspiros, donde los prisioneros del dux contemplaban su ciudad por última vez, antes de hundirse, para siempre, en las tenebrosas mazmorras subterráneas del Palazzo Ducal.
Entregada a Morfeo, se cuelan en mis sueños los llantos del niño Vivaldi, bautizado en la cercana iglesia del campo Bandiera e Moro, que poco a poco se transforman en notas armoniosas que recrean en mí la primavera más hermosa que jamás haya escuchado.
Ya es por la mañana, y, plenamente repuesta y llena de energía, paseo por el jardín del palazzo y me siento a desayunar un delicioso manjar, mientras escucho el gorgoteo de la escultural fuente renacentista de mármol, que preside el patio arbolado del palazzo.
Mis pasos se dirigen ahora, y con seguridad, hacia el puente más antiguo de la ciudad que atraviesa el Gran Canal, el Puente Rialto.
Los antiguos mercaderes, que enriquecieron la ciudad con sus artículos de lujo, han cedido su espacio a los talleres actuales de joyas, cristal, y souvenirs; sin embargo, aún su espíritu y sus voces se dejan escuchar, si agudizo el oído y me detengo un instante entre la multitud que, cámara en mano, invade el puente veneciano. ¡Ay, si Antonio, Bassiano y Porcia levantaran la cabeza!
Huyo del ajetreo estrepitoso del Puente Rialto, y me refugio, como no podía ser de otro modo, en una preciosa góndola decorada en su mástil por hábiles manos, que le supieron insuflar vida en forma de grandiosa ave fénix. Enriquecida a su vez con suntuosas telas granates, y confortables almohadones con brocados de seda.
Cuba, el bello gondolero sefardí, me acomoda con galantería en la nave, mientras que, con su sonrisa, consigue que me sienta como la reina de Saba.
Mientras hunde el remo acariciando las aterciopeladas aguas del canal, su melena rubia al viento, su voz, y el frescor de la brisa marina sobre mis mejillas me adormecen ante tanta maravilla.
Ante nosotros se dibujan las siluetas de coloridos palazzos ornamentados con toda clase de figuras, frescos, columnas…
Cuba parece leer con su aguda mirada mis pensamientos,
pues, para hacer de este dulce paseo un postre inolvidable, comienza a narrar
una antigua e interesante historia sobre sus antepasados judíos, quienes se
vieron obligados a vivir en el primer gueto del mundo por las autoridades
caprichosas de la ciudad.
El relato de Cuba me conmueve profundamente, al imaginar a los cientos de familias judías quienes, con amplia amargura, se vieron avocadas a precipitarse sin remedio hacia su irrevocable destino.
Llegamos a Cannaregio, donde se ubica el antiguo gueto judío, y me despido de Cuba con una amistosa sonrisa dibujada en el rostro.
Las ansias por descubrir este “sestiere” tranquilo y misterioso, me golpean en el pecho con fuerza, la fuerza de la emoción.
Llego hasta el Campo dell’ Abbazia, donde se puede escuchar la brisa veneciana acariciando las regias paredes de la Scuola Vecchia della Misericordia. Apoyada en estas blancas paredes, cargadas de la sal que el viento trae consigo, me dejo llevar por el embrujo de este lugar hasta entornar ensimismada mi atento mirar. Tan solo consigue despertarme el creciente murmullo de un grupo nutrido de doctores judíos quienes, ataviados con sus particulares vestimentas oscuras, acuden presurosos a la iglesia secularizada. Al igual que ellos, respiro hondo para recoger el sabor salino del aire, y retomo mi paseo por la Gran Venecia.
Al caminar junto al ya decadente hogar de Tintoretto, juro escuchar con claridad las pinceladas enérgicas que el muchacho veneciano dibuja sobre sus lienzos de seda, a la que debe su conocido nombre, mientras la luz inspiradora del cinquecento brilla sobre su dramática figura.
El sol comienza a resbalar por los tejados de los palazos, a la orilla de los canales, dirigiéndose hacia el fondo de la Laguna perezosamente. Por ello, dirijo mis pasos hacia San Marcos, allá donde comenzó mi largo paseo.
Sin embargo, al girar la esquina de uno de los callejones de Castello, noto que no estoy sola en estos lares. En efecto, un asombroso personaje descansa sobre un pequeño pedestal, a escasa distancia de mí. Un antifaz de terciopelo granate esconde la secreta identidad de quien con garbo lo porta; el fino maquillaje que le cubre denota sus rasgos puramente itálicos; el silencio de su quietud me provoca un leve estremecimiento, y las telas que lo arropan ofrecen a las miradas curiosas una gama diversa de los colores más vivos que existan.
De repente, la majestuosa estatua abandona su pose, incluso su pedestal, para caminar con encanto sobre el suelo empedrado, cobrando, de este modo, un hálito de vida inesperado que me hace dar si no uno, dos saltos de sorpresa y agrado. Justo en este instante, la estatua rebelde gira sobre sus revividos talones para echar a correr sin cansancio en mi dirección. Como si a mi lado una pistola de fogueo se hubiese disparado, yo también agilizo mi paso, volando sobre los puentes y los palazzos. La ágil escultura no cesa su carrera, y, tras de mí, apura el paso, como si desease cazarme lo antes posible. Yo no me rindo tan fácilmente y alzo la vista en busca de un refugio. Y allí lo encuentro. Si mis ojos agotados no me engañan, un jardín de ensueño se extiende ante nosotros. Atravieso sin demora sus verjas de hierro, y acelero mis zancadas entre arbustos, tierra, y ramas. Sé que aún la estatua de bella apariencia me persigue, pues noto su aliento cerca de mí, mientras deja escapar unas risas de diversión. Sin embargo, éstas no hacen otra cosa más que otorgarme el impulso que necesito para encaramarme a un gigantesco tobogán en el que, inocentes, juegan los niños. Me escondo en su morada poblada por juguetes, y observo, desde lo alto, cómo mi perseguidor se detiene a los pies del columpio. Tomamos aire ambos y, con emoción, compruebo que, detrás del antifaz de terciopelo y de la estatua con pies de liebre, aparece un atractivo joven veneciano. Antes de darme tiempo a descender de mi guarida infantil y saludarle, la escultura humana me deja con la palabra en la boca, y con un guiño de ojos juguetón en mi recuerdo.
Cuando por fin rozo el suelo, ya está a punto de ceder el día; para reposar después de tan agitada carrera, cual Dafne y Apolo, tomo la resolución de degustar un delicioso gelatto en San Marcos.
Frente al maravilloso corazón de la Gran Ciudad, bajo los últimos rayos del atardecer y con el chocolate fondant deshaciéndose en mi paladar, escucho la maravillosa aria de “Nessun Dorma” de “Turandot”, representada en boca de un talentoso camarero quien, con la mirada clavada en la Basílica, dedica sus maravillosos cantos, no a la hechizada princesa de Puccini, sino a su verdadero amor, que es también el mío: Venecia, la embriagadora y Gran Venecia.
Finalizado este día de sorpresas y emociones, doy la espalda al león de piedra que, descansando sobre su elevado pedestal, hace unas horas me dio la bienvenida.
Ahora camino solitaria y bajo la luz de la luna por las laberínticas calles venecianas, en cuyas vitrinas las presumidas máscaras, con atentas miradas, vigilan los andares de los desprevenidos turistas.
-¡Oh, Venecia, oh, Venecia, mátame con tu hechizado rayo de luna, porque si me alejo de ti, moriré de amargura!
El relato de Cuba me conmueve profundamente, al imaginar a los cientos de familias judías quienes, con amplia amargura, se vieron avocadas a precipitarse sin remedio hacia su irrevocable destino.
Llegamos a Cannaregio, donde se ubica el antiguo gueto judío, y me despido de Cuba con una amistosa sonrisa dibujada en el rostro.
Las ansias por descubrir este “sestiere” tranquilo y misterioso, me golpean en el pecho con fuerza, la fuerza de la emoción.
Llego hasta el Campo dell’ Abbazia, donde se puede escuchar la brisa veneciana acariciando las regias paredes de la Scuola Vecchia della Misericordia. Apoyada en estas blancas paredes, cargadas de la sal que el viento trae consigo, me dejo llevar por el embrujo de este lugar hasta entornar ensimismada mi atento mirar. Tan solo consigue despertarme el creciente murmullo de un grupo nutrido de doctores judíos quienes, ataviados con sus particulares vestimentas oscuras, acuden presurosos a la iglesia secularizada. Al igual que ellos, respiro hondo para recoger el sabor salino del aire, y retomo mi paseo por la Gran Venecia.
Al caminar junto al ya decadente hogar de Tintoretto, juro escuchar con claridad las pinceladas enérgicas que el muchacho veneciano dibuja sobre sus lienzos de seda, a la que debe su conocido nombre, mientras la luz inspiradora del cinquecento brilla sobre su dramática figura.
El sol comienza a resbalar por los tejados de los palazos, a la orilla de los canales, dirigiéndose hacia el fondo de la Laguna perezosamente. Por ello, dirijo mis pasos hacia San Marcos, allá donde comenzó mi largo paseo.
Sin embargo, al girar la esquina de uno de los callejones de Castello, noto que no estoy sola en estos lares. En efecto, un asombroso personaje descansa sobre un pequeño pedestal, a escasa distancia de mí. Un antifaz de terciopelo granate esconde la secreta identidad de quien con garbo lo porta; el fino maquillaje que le cubre denota sus rasgos puramente itálicos; el silencio de su quietud me provoca un leve estremecimiento, y las telas que lo arropan ofrecen a las miradas curiosas una gama diversa de los colores más vivos que existan.
De repente, la majestuosa estatua abandona su pose, incluso su pedestal, para caminar con encanto sobre el suelo empedrado, cobrando, de este modo, un hálito de vida inesperado que me hace dar si no uno, dos saltos de sorpresa y agrado. Justo en este instante, la estatua rebelde gira sobre sus revividos talones para echar a correr sin cansancio en mi dirección. Como si a mi lado una pistola de fogueo se hubiese disparado, yo también agilizo mi paso, volando sobre los puentes y los palazzos. La ágil escultura no cesa su carrera, y, tras de mí, apura el paso, como si desease cazarme lo antes posible. Yo no me rindo tan fácilmente y alzo la vista en busca de un refugio. Y allí lo encuentro. Si mis ojos agotados no me engañan, un jardín de ensueño se extiende ante nosotros. Atravieso sin demora sus verjas de hierro, y acelero mis zancadas entre arbustos, tierra, y ramas. Sé que aún la estatua de bella apariencia me persigue, pues noto su aliento cerca de mí, mientras deja escapar unas risas de diversión. Sin embargo, éstas no hacen otra cosa más que otorgarme el impulso que necesito para encaramarme a un gigantesco tobogán en el que, inocentes, juegan los niños. Me escondo en su morada poblada por juguetes, y observo, desde lo alto, cómo mi perseguidor se detiene a los pies del columpio. Tomamos aire ambos y, con emoción, compruebo que, detrás del antifaz de terciopelo y de la estatua con pies de liebre, aparece un atractivo joven veneciano. Antes de darme tiempo a descender de mi guarida infantil y saludarle, la escultura humana me deja con la palabra en la boca, y con un guiño de ojos juguetón en mi recuerdo.
Cuando por fin rozo el suelo, ya está a punto de ceder el día; para reposar después de tan agitada carrera, cual Dafne y Apolo, tomo la resolución de degustar un delicioso gelatto en San Marcos.
Frente al maravilloso corazón de la Gran Ciudad, bajo los últimos rayos del atardecer y con el chocolate fondant deshaciéndose en mi paladar, escucho la maravillosa aria de “Nessun Dorma” de “Turandot”, representada en boca de un talentoso camarero quien, con la mirada clavada en la Basílica, dedica sus maravillosos cantos, no a la hechizada princesa de Puccini, sino a su verdadero amor, que es también el mío: Venecia, la embriagadora y Gran Venecia.
Finalizado este día de sorpresas y emociones, doy la espalda al león de piedra que, descansando sobre su elevado pedestal, hace unas horas me dio la bienvenida.
Ahora camino solitaria y bajo la luz de la luna por las laberínticas calles venecianas, en cuyas vitrinas las presumidas máscaras, con atentas miradas, vigilan los andares de los desprevenidos turistas.
-¡Oh, Venecia, oh, Venecia, mátame con tu hechizado rayo de luna, porque si me alejo de ti, moriré de amargura!