miércoles, 11 de septiembre de 2013

El resorte del verano


No tenía en mente levantarme de la toalla, pues nada me empujaba a ello. El rojizo sol del atardecer y la refrescante brisa marina me adormilaban sin quererlo, sumergiéndome en un profundo e inevitable sueño veraniego.
Mis dedos comenzaron a surcar las curvas que dibujaba la fina arena a mi alrededor.  Cuando intenté agarrarla, los dorados granos se me escapaban con asombrosa rapidez, así que aproveché para dibujar con esa cascada cualquier imagen somnolienta que invadiera mi mente.
Delante de nuestras toallas y bolsas playeras, cada cual de diferentes colores, se dibujaba un paisaje abrumador.
El sonido de las olas que rompían en la orilla era  la mejor música que podrían escuchar nuestros oídos, digna del mismísimo Apolo. El inmenso peñón, máximo protagonista del pueblo,  lucía con la pleamar su espléndido perfil, custodiado por enormes y puntiagudas rocas, donde las desafiantes gaviotas nos  advertían con sus graznidos de que ahí reinaban ellas…
Con este magnífico paisaje ante nosotros, enmarcado por los pedreros que separaban nuestra playa del resto del universo, y el sol del atardecer poniéndose a nuestras espaldas, esperábamos con parsimoniosa tranquilidad a que se hiciera de noche, tumbados sobre nuestras toallas.
Nada en este mundo nos hacía más felices, ni nos reportaba tanta paz, como presenciar las últimas horas del día en nuestra pequeña pero  grandiosa playa.
De repente, él me miró, y, como si algún tipo de resorte se hubiese encendido a la vez en nuestras mentes, ambos nos levantamos de un salto y, riendo por la rareza de la situación, dijimos a la vez:
- Aprovechemos…
Volvimos a reír, mientras los demás nos miraban, desde el suelo, extrañados.
- Carpe Diem, chicos, ¡Carpe Diem…! puede que no volvamos a vernos el año que viene, o que, simplemente, cambiemos, que ya no seamos los mismos que ahora, que en este momento, que en este único y precioso segundo…
Mientras mi sombra se movía silenciosa en el suelo, mis ojos clavaban su mirada en los de él, en los de todos…
Unos instantes después, como si mis palabras hubiesen desoxidado ese resorte en los demás, todos se levantaron de un salto, y comenzaron a caminar por la arena.
El resorte de la ilusión, de la magia, de la espontaneidad… el resorte que solo se activa en  verano, junto a tus amigos, tus sueños, tu sensación de libertad… que segrega unas inmensas ganas de pasarlo bien, y de no pensar en otra cosa, ese estupendo resorte que te carga las pilas para comenzar otro arduo año de adolescencia… ese resorte se iba a pegar el chapuzón más increíble del verano.
Comenzamos a correr con ganas por la playa, como locos, espantando a las altivas gaviotas, y dejándonos llevar por el salvaje viento del Norte, hasta mojar los pies en la fría agua del Cantábrico.
Ninguno se detuvo. Ninguno.
Absolutamente toda nuestra pandilla se sumergió con ilusión en el mar.
Algunos nadaban, otros gritaban de felicidad, otros se chiscaban con energía, pero todos nos abrazábamos y bailábamos al ritmo de “Seven Days In Sunny June” de Jamiroquai, esa canción hippy con chispeante estilo que a todos nos hacía vibrar de emoción.
No importaba que fuese el último día de agosto, y que no nos volviéramos a ver en un año, porque ese mágico  resorte veraniego que sentíamos por todo el cuerpo nos decía que siempre nos quedará La Isla, sus recuerdos, y sus momentos, sus vivencias inolvidables, y sus amigos, su Cerrillo, y su Furacu, sus “vaques”, y su peñón…