No tenía en mente levantarme de la toalla, pues
nada me empujaba a ello. El rojizo sol del atardecer y la refrescante brisa
marina me adormilaban sin quererlo, sumergiéndome en un profundo e inevitable
sueño veraniego.
Mis dedos comenzaron a surcar las curvas que
dibujaba la fina arena a mi alrededor. Cuando
intenté agarrarla, los dorados granos se me escapaban con asombrosa rapidez,
así que aproveché para dibujar con esa cascada cualquier imagen somnolienta que
invadiera mi mente.
Delante de nuestras toallas y bolsas playeras,
cada cual de diferentes colores, se dibujaba un paisaje abrumador.
El sonido de las olas que rompían en la orilla era
la mejor música que podrían escuchar
nuestros oídos, digna del mismísimo Apolo. El inmenso peñón, máximo
protagonista del pueblo, lucía con la
pleamar su espléndido perfil, custodiado por enormes y puntiagudas rocas, donde
las desafiantes gaviotas nos advertían con
sus graznidos de que ahí reinaban ellas…
Con este magnífico paisaje ante nosotros,
enmarcado por los pedreros que separaban nuestra playa del resto del universo,
y el sol del atardecer poniéndose a nuestras espaldas, esperábamos con
parsimoniosa tranquilidad a que se hiciera de noche, tumbados sobre nuestras
toallas.
Nada en este mundo nos hacía más felices, ni nos
reportaba tanta paz, como presenciar las últimas horas del día en nuestra
pequeña pero grandiosa playa.
De repente, él me miró, y, como si algún tipo de
resorte se hubiese encendido a la vez en nuestras mentes, ambos nos levantamos
de un salto y, riendo por la rareza de la situación, dijimos a la vez:
- Aprovechemos…
- Aprovechemos…
Volvimos a reír, mientras los demás nos miraban,
desde el suelo, extrañados.
- Carpe Diem, chicos, ¡Carpe
Diem…! puede que no volvamos a vernos el año que viene, o que, simplemente,
cambiemos, que ya no seamos los mismos que ahora, que en este momento, que en
este único y precioso segundo…
Mientras mi sombra se movía silenciosa en el
suelo, mis ojos clavaban su mirada en los de él, en los de todos…
Unos instantes después, como si mis palabras
hubiesen desoxidado ese resorte en los demás, todos se levantaron de un salto,
y comenzaron a caminar por la arena.
El resorte de la ilusión, de la magia, de la
espontaneidad… el resorte que solo se activa en
verano, junto a tus amigos, tus sueños, tu sensación de libertad… que
segrega unas inmensas ganas de pasarlo bien, y de no pensar en otra cosa, ese
estupendo resorte que te carga las pilas para comenzar otro arduo año de
adolescencia… ese resorte se iba a pegar el chapuzón más increíble del verano.
Comenzamos a correr con ganas por la playa, como
locos, espantando a las altivas gaviotas, y dejándonos llevar por el salvaje viento
del Norte, hasta mojar los pies en la fría agua del Cantábrico.
Ninguno se detuvo. Ninguno.
Absolutamente toda nuestra pandilla se sumergió
con ilusión en el mar.
Algunos nadaban, otros gritaban de felicidad,
otros se chiscaban con energía, pero todos nos abrazábamos y bailábamos al
ritmo de “Seven Days In Sunny June” de Jamiroquai, esa canción hippy con
chispeante estilo que a todos nos hacía vibrar de emoción.
No importaba que fuese el último día de agosto, y
que no nos volviéramos a ver en un año, porque ese mágico resorte veraniego que sentíamos por todo el
cuerpo nos decía que siempre nos quedará La Isla, sus recuerdos, y sus
momentos, sus vivencias inolvidables, y sus amigos, su Cerrillo, y su Furacu,
sus “vaques”, y su peñón…