domingo, 6 de octubre de 2013

Aquellos "felices" años 20...



Nos encontramos ante un esperanzador sábado por la noche, a mediados de agosto.  Bajo la inmensa cúpula estrellada de Nueva York, la ciudad cierra durante un par de horas, con la única intención de prepararse para la gran apertura.
El calor pegajoso y el bochorno se adhieren a las paredes de las estrambóticas mansiones de Long Island, mientras sus sofisticados inquilinos se acicalan ante los  ventiladores  de  estilo colonial.                                                                                               
Las mujeres se colocan el último accesorio de moda, y se empolvan una vez más la nariz,  mientras sus maridos las esperan impacientes, con el  Rolls ya ronroneando, y pensando en la fiesta que esa noche les espera, con los brazos abiertos, en el hogar del hombre más misterioso de la ciudad que nunca duerme.
La noche, despejada y calurosa, se presenta inmaculada y tranquila, tras un  tortuoso día repleto de trabajo, bullicio, ruido, finanzas…
Sin embargo, la pausa de un par de horas entre el agobio de la jornada pasada y la apertura de la velada venidera llega a su fin, pues el reluciente Rolls, tras abrirse paso entre las sofocantes avenidas de Nueva York,  ya atraviesa las enormes verjas de hierro del “humilde” hogar de aquel extraño anfitrión…

Un, dos, tres… Are you ready?
Las luces alocadas y parpadeantes cual arcoíris rebelde poseen en ese momento al inmenso palacete.
Un “dudoso” descendiente de Beethoven dirige flamantemente la chispeante Rhapsody In Blue,   cuyo telón de fondo son los fuegos artificiales más estruendosos jamás vistos.  
Un público desmadrado, febril,  llevado al límite de la histeria por los cantantes de jazz y la espuma de la playa privada.
Serpentinas. Confeti. Champagne a raudales.
El Charleston se cuela en la pista de baile, las terrazas, las escaleras de mármol, las cortinas de lino…
Las plumas y lentejuelas, que lucen su brillo en los cuerpos danzarines de las jóvenes,  compiten por ser las más llamativas.
Las risas y voces inundan la quietud nocturna, llamando al camarero para degustar el canapé más original.
Las pomposas estrellas de cine, las altivas celebridades de renombre, los excelentísimos políticos, los más desconfiados gánsteres, los estudiantes más educados…  todos ellos se igualan en calidad de invitados por una noche, dejando en los vestuarios sus rostros artificiales e irreales, y tirándose a bomba en la piscina sin fondo, cuales niños jugando entre risas y diversiones.
Todo es alegría, belleza, y abundancia.

Tan solo una persona de todo el alto Nueva York no participa en la excéntrica juerga.
Se limita a permanecer a salvo en su amplio despacho, su campo de batalla, y desde  una de las torres de su espléndida  mansión, contempla a través de los ventanales la bahía de Long Island. El anillo señorial que porta en su mano derecha se estira, asomándose al exterior, y, sin hacer caso a la fiesta, intenta alcanzar la luz verdosa que se dibuja en el horizonte, proveniente del otro extremo de la bahía.
“Esa luz… ese parpadeo…” no cesa de pensar.
Pero el rostro del anfitrión se torna nostálgico y pesaroso, pues, aunque lo intenta de todas las maneras y su intención es buena y optimista, en el fondo debería saber que jamás podrá recuperar esa brillante luz, a la que algún día amó y tuvo entre sus brazos.
Piensa con ansias que podrá volver a vivir lo pasado, volver a ver a su querida luz verde, o hacer las cosas de otra manera, como si nada hubiese ocurrido en esos cinco años.
Sin embargo, aunque nuestro anfitrión  tiene grandes expectativas, no es consciente de que nunca podrá ignorar el transcurso del tiempo, de que no podrá echar por tierra lo que ha sucedido en su ausencia, de que ya no podrá cambiar lo que hizo…
Aunque él esté dispuesto a intentarlo, el mundo gira y avanza, y él solo es un esclavo, una sombra de lo que ya ha sido.
Aunque su mano trata de alcanzar con esfuerzo la luz parpadeante, pensando en revivir los momentos junto a ella, Gatsby solo es un vago recuerdo del pasado.

Numerosos críticos han tachado El Gran Gatsby de excesiva, saturada de colorido, o demasiado estrambótica. Sin embargo, ¿quién se imagina esta carismática obra como una simple película dramática, de las que se filman ahora, sin intensidad, sin calidez, sin ritmo, repleta de imágenes tristes y oscuras? Yo no, desde luego. Para mí, esta película debía de ser exactamente como se ha hecho: llamativa, luminosa, repleta de colores vivos que reflejen esa forma de vida de Long Island, llena de escenas cargadas  de intensidad y tensión, en fin, un espejo de la excentricidad y superficialidad de la forma de ser de los años 20.
Creo que Baz Luhrmann ha creado una gran película, pues no solo la forma en la que la ha planteado, sino también en los recursos que ha utilizado. La música moderna de cantantes como Lana Del Rey o Will.I.Am, unida al Charleston y al Jazz, ha conseguido crear una miscelánea de lo más interesante, para dotar a la película de mayor chispa.  Además, Luhrmann ha elegido a los actores ideales, pues, repletos de personalidad, adoptan sin problema los rasgos de su personaje. Así pues, Leonardo DiCaprio es el elegante e ingenuo señor Gatsby; Joel Edgerton, se ve en el perfil rudo y egoísta  de Tom Buchanan; Carey Mulligan se convierte en la dulce  y frágil Daisy; Tobey Maguire, al que encajábamos en el disfraz del hombre araña, ahora nos muestra su cara más dramática, unas veces irónico y amistoso, otras frustrado por la superficialidad de la sociedad…
En fin, la nueva versión de El Gran Gatsby es una de las películas que más me han emocionado, y que sin duda alguna recomiendo a los amantes del cine inteligente y las obras memorables.
Ahora solo me falta compararla con la versión de Robert Redford y Mia Farrow, que muchos ponen por las nubes…

Sin embargo, DiCaprio y su perfección ante las cámaras, su mirada irresistible y turbadora, su sonrisa espléndida… ¡Oh, DiCaprio, mi eterno DiCaprio!