Nos encontramos ante un esperanzador sábado por la noche, a mediados de agosto. Bajo la inmensa cúpula estrellada de Nueva York, la ciudad cierra durante un par de horas, con la única intención de prepararse para la gran apertura.
El calor pegajoso y el bochorno se adhieren a las paredes de las
estrambóticas mansiones de Long Island, mientras sus sofisticados inquilinos se
acicalan ante los ventiladores de estilo colonial.
Las mujeres se colocan el último accesorio de moda, y se empolvan una vez
más la nariz, mientras sus maridos las
esperan impacientes, con el Rolls ya
ronroneando, y pensando en la fiesta que esa noche les espera, con los brazos
abiertos, en el hogar del hombre más misterioso de la ciudad que nunca duerme.
La noche, despejada y calurosa, se presenta inmaculada y tranquila, tras un
tortuoso día repleto de trabajo,
bullicio, ruido, finanzas…
Sin embargo, la pausa de un par de horas entre el agobio de la jornada
pasada y la apertura de la velada venidera llega a su fin, pues el reluciente Rolls,
tras abrirse paso entre las sofocantes avenidas de Nueva York, ya atraviesa las enormes verjas de hierro del
“humilde” hogar de aquel extraño anfitrión…
Un, dos, tres… Are you ready?
Las luces alocadas y parpadeantes cual arcoíris rebelde poseen en ese
momento al inmenso palacete.
Un “dudoso” descendiente de Beethoven dirige flamantemente la chispeante Rhapsody In Blue, cuyo telón de fondo son los fuegos artificiales
más estruendosos jamás vistos.
Un público desmadrado, febril, llevado
al límite de la histeria por los cantantes de jazz y la espuma de la playa
privada.
Serpentinas. Confeti. Champagne a raudales.
El Charleston se cuela en la pista de baile, las terrazas, las escaleras de
mármol, las cortinas de lino…
Las plumas y lentejuelas, que lucen su brillo en los cuerpos danzarines de
las jóvenes, compiten por ser las más
llamativas.
Las risas y voces inundan la quietud nocturna, llamando al camarero para
degustar el canapé más original.
Las pomposas estrellas de cine, las altivas celebridades de renombre, los
excelentísimos políticos, los más desconfiados gánsteres, los estudiantes más
educados… todos ellos se igualan en
calidad de invitados por una noche, dejando en los vestuarios sus rostros
artificiales e irreales, y tirándose a bomba en la piscina sin fondo, cuales
niños jugando entre risas y diversiones.
Todo es alegría, belleza, y abundancia.
Tan solo una persona de todo el alto Nueva York no participa en la
excéntrica juerga.
Se limita a permanecer a salvo en su amplio despacho, su campo de batalla,
y desde una de las torres de su
espléndida mansión, contempla a través
de los ventanales la bahía de Long Island. El anillo señorial que porta en su mano
derecha se estira, asomándose al exterior, y, sin hacer caso a la fiesta,
intenta alcanzar la luz verdosa que se dibuja en el horizonte, proveniente del
otro extremo de la bahía.
“Esa luz… ese parpadeo…” no cesa de pensar.
Pero el rostro del anfitrión se torna nostálgico y pesaroso, pues, aunque
lo intenta de todas las maneras y su intención es buena y optimista, en el
fondo debería saber que jamás podrá recuperar esa brillante luz, a la que algún
día amó y tuvo entre sus brazos.
Piensa con ansias que podrá volver a vivir lo pasado, volver a ver a su
querida luz verde, o hacer las cosas de otra manera, como si nada hubiese
ocurrido en esos cinco años.
Sin embargo, aunque nuestro anfitrión tiene grandes expectativas, no es consciente
de que nunca podrá ignorar el transcurso del tiempo, de que no podrá echar por
tierra lo que ha sucedido en su ausencia, de que ya no podrá cambiar lo que
hizo…
Aunque él esté dispuesto a intentarlo, el mundo gira y avanza, y él solo es
un esclavo, una sombra de lo que ya ha sido.
Aunque su mano trata de alcanzar con esfuerzo la luz parpadeante, pensando
en revivir los momentos junto a ella, Gatsby solo es un vago recuerdo del
pasado.
Numerosos críticos han tachado El Gran Gatsby de excesiva, saturada de
colorido, o demasiado estrambótica. Sin embargo, ¿quién se imagina esta carismática
obra como una simple película dramática, de las que se filman ahora, sin
intensidad, sin calidez, sin ritmo, repleta de imágenes tristes y oscuras? Yo
no, desde luego. Para mí, esta película debía de ser exactamente como se ha
hecho: llamativa, luminosa, repleta de colores vivos que reflejen esa forma de
vida de Long Island, llena de escenas cargadas
de intensidad y tensión, en fin, un espejo de la excentricidad y
superficialidad de la forma de ser de los años 20.
Creo que Baz Luhrmann ha creado una gran película,
pues no solo la forma en la que la ha planteado, sino también en los recursos
que ha utilizado. La música moderna de cantantes como Lana Del Rey o Will.I.Am,
unida al Charleston y al Jazz, ha conseguido crear una miscelánea de lo más
interesante, para dotar a la película de mayor chispa. Además, Luhrmann ha elegido a los actores ideales,
pues, repletos de personalidad, adoptan sin problema los rasgos de su personaje.
Así pues, Leonardo DiCaprio es el elegante e ingenuo señor Gatsby; Joel
Edgerton, se ve en el perfil rudo y egoísta de Tom Buchanan; Carey Mulligan se convierte
en la dulce y frágil Daisy; Tobey
Maguire, al que encajábamos en el disfraz del hombre araña, ahora nos muestra
su cara más dramática, unas veces irónico y amistoso, otras frustrado por la
superficialidad de la sociedad…
En fin, la nueva versión de El Gran Gatsby es una de las películas que más me han emocionado, y
que sin duda alguna recomiendo a los amantes del cine inteligente y las obras
memorables.
Ahora solo me falta compararla con la versión de
Robert Redford y Mia Farrow, que muchos ponen por las nubes…
Sin embargo, DiCaprio y su perfección ante las
cámaras, su mirada irresistible y turbadora, su sonrisa espléndida… ¡Oh, DiCaprio,
mi eterno DiCaprio!