Quentin no es un amigo excéntrico, ni un hijo rebelde, ni un alumno conflictivo. Es un chico normal, con calificaciones excelentes, miembro de la orquesta escolar y estudiante de último año de instituto. Todo lo que desea es ir a la universidad el curso que viene. Bueno, no todo, porque en secreto está perdidamente enamorado de su vecina y amiga en la infancia Margo Roth Spiegelman, su particular e inalcanzable "milagro". Margo es todo lo opuesto a Quentin: impredecible, aventurera y misteriosa. Nadie sabe cuál será su próximo escándalo. Quentin, por su parte, se conforma con verla en los pasillos del instituto porque hace años que no intercambian palabra alguna. Sin embargo, una noche Margo se cuela por la ventana de Quentin para invitarle a acompañarla en una de sus alocadas aventuras, esta vez, para ajustar cuentas con una serie de personas. Una oda a la rebeldía y a la contracorriente en la que Quentin se deja atrapar convencido de que, al día siguiente, Margo caerá rendida en sus brazos al darse cuenta de que son el uno para el otro. Sin embargo, Margo desaparece sin dejar rastro aparente, y sus padres y su entorno, que saben que Margo es incontenible, y que probablemente esté haciendo de las suyas a saber dónde, no le dan mucha importancia a su desaparición, mientras que Quentin, preocupado, no cesa en descifrar las pistas que cree encontrar tras la estela de Margo para llegar hasta ella. Tras muchas idas y venidas infructíferas y cada vez con mayor frustración, que contagiará a sus propios amigos, por fin decide poner rumbo adonde cree que ella le ha guiado, en un viaje trepidante a contrarreloj, cuyo desenlace quizás no sea como todos estábamos esperando.
John Green publicaba Ciudades de Papel, su tercera novela, en 2008, consagrándose como el aplaudido autor de literatura juvenil que es, pero yo por aquel entonces lo desconocía por completo. Cierto es que con apenas 11 años no habría sido capaz de entender siquiera su mensaje. Sin embargo, acabo de terminarlo y, después de haber adorado Bajo la misma estrella allá por 2015, sin duda Green se ha convertido en uno de mis escritores de cabecera.
John Green publicaba Ciudades de Papel, su tercera novela, en 2008, consagrándose como el aplaudido autor de literatura juvenil que es, pero yo por aquel entonces lo desconocía por completo. Cierto es que con apenas 11 años no habría sido capaz de entender siquiera su mensaje. Sin embargo, acabo de terminarlo y, después de haber adorado Bajo la misma estrella allá por 2015, sin duda Green se ha convertido en uno de mis escritores de cabecera.
Ciudades de papel se hace lenta en algunas ocasiones, no voy a ocultar que en la segunda parte del libro, La hierba, había momentos en los que yo misma quería gritarle a Quentin que dejara de buscar a Margo, y entiendo que sus amigos lo hicieran en múltiples ocasiones; pero es un libro con el que te ríes con diálogos elocuentes y situaciones humorísticas, y en alguna ocasión llega a ser magistral.
En la tercera parte, el viaje en carretera y a contrarreloj del divertido grupo de amigos, desde Orlando hasta Agloe, es completamente hilarante; especialmente la escena de la gasolinera, donde en unos minutos contados Quentin y los demás deben dividirse las tareas para comprar, a ritmo vertiginoso y aun vestidos con las túnicas de la graduación, todo lo que no pudieron proveerse en Florida cuando salieron escopetados de la ciudad; o, páginas adelante, cuando hacen del viejo automóvil su hogar temporal, en el que durante horas comen, duermen y comparten confidencias.
Por otro lado, he de confesar que no conseguía empatizar con Margo, a la que encontraba del todo insufrible y egocéntrica, en su afán de protagonizar las habladurías del instituto con sus alocadas aventuras. Sin embargo, al final del libro, me descubrí que yo misma había imaginado, y mal, a Margo, y en apenas unas pocas páginas, consigo verla tal y como es: "Margo no era un milagro. No era una aventura, No era algo perfecto y precioso. Era una chica".
En la tercera parte, el viaje en carretera y a contrarreloj del divertido grupo de amigos, desde Orlando hasta Agloe, es completamente hilarante; especialmente la escena de la gasolinera, donde en unos minutos contados Quentin y los demás deben dividirse las tareas para comprar, a ritmo vertiginoso y aun vestidos con las túnicas de la graduación, todo lo que no pudieron proveerse en Florida cuando salieron escopetados de la ciudad; o, páginas adelante, cuando hacen del viejo automóvil su hogar temporal, en el que durante horas comen, duermen y comparten confidencias.
Por otro lado, he de confesar que no conseguía empatizar con Margo, a la que encontraba del todo insufrible y egocéntrica, en su afán de protagonizar las habladurías del instituto con sus alocadas aventuras. Sin embargo, al final del libro, me descubrí que yo misma había imaginado, y mal, a Margo, y en apenas unas pocas páginas, consigo verla tal y como es: "Margo no era un milagro. No era una aventura, No era algo perfecto y precioso. Era una chica".
Y ello nos lleva de vuelta a las metáforas, elemento distintivo de las novelas de John Green, y que las convierten en algo único en su especie. Green hilvana cada parte de la historia para que no sea una más sobre adolescentes y sus problemas, sino que nos haga reflexionar a nosotros también y descubrir nuevas perspectivas que quizás no habíamos tenido en cuenta hasta ahora, o no de esa manera. Sin embargo, es al final, a través de ese especial reencuentro entre Margo y Quentin, y su conversación antes del amanecer, cuando entendemos eso de las "ciudades de papel", y el mensaje de Green sobre éstas (hasta ha protagonizado una charla TED hablando sobre las mismas). Las ciudades de papel, y he aquí la solución al problema, son un concepto desconocido y precioso. Resulta que son ciudades inventadas con el fin de proteger los derechos de autor en el negocio de la cartografía. Para descubrir si una empresa ha copiado el mapa de otra, se incluyen en éstos alguna ciudad que solo existe en dicho mapa, no en la realidad, como la ciudad de Holen, en EEUU, que el propio Green intentó encontrar junto a un amigo en su juventud y a raíz de ello descubrió el término de las "ciudades de papel", que le inspiró para su novela. En nuestro caso es Agloe la ciudad de papel en la que Margo se esconde, pues es curioso como la gente, a base de acudir a esa ciudad imaginaria, había acabado construyendo un pequeño pueblo a partir de un supermercado. Pero las ciudades de papel de donde Margo escapa son de otro tipo, son ciudades como Orlando, en las que, según sus propias palabras, todo es de papel en realidad, falso y condenado a desaparecer. Es en la primera parte del libro cuando Margo pronuncia su ya conocido discurso sobre Orlando:
Es una ciudad de papel. Mírala, Q, mira todos esos callejones, esas calles que giran sobre sí mismas, todas las casas que construyeron para que acaben desmoronándose. Toda esa gente de papel que vive en sus casas de papel y queman el futuro para calentarse. Todos los chicos de papel bebiendo cerveza que algún imbécil les ha comprado en la tienda de papel. Todo el mundo enloquecido por la manía de poseer cosas. Todas las cosas débiles y frágiles como el papel. Y todas las personas también. He vivido aquí dieciocho años y ni una sola vez en la vida me he encontrado con alguien que se preocupe de lo que de verdad importa.
Y, volviendo al final de la historia, Quentin por fin descubre por qué ha huido Margo, y en quién se ha convertido realmente. Hasta ese momento, él se esperaba una chica agradecida de ser encontrada, rescatada, salvada, pero el reencuentro tan esperado a lo largo de la novela nos golpea en la cara como una jarra de agua fría cuando Margo se cabrea al ver a sus amigos allí, y prácticamente les manda de vuelta a sus casas de malas maneras. Quentin entonces habla con ella y se da cuenta de cómo de mal imaginó a Margo toda su vida. Y, de que por mucho que le duela, tiene que dejarla ir. Porque él no puede ser lo que ella espera, ni ella lo que él espera. El final es, pues, agridulce, pero real.
Qué engañoso creer que una persona es algo más que una persona.
Resulta sencillo olvidar lo lleno de personas que está el mundo, abarrotado, y cada una de ellas es susceptible de ser imaginada y, por lo tanto, de imaginarla mal.
Quizá los hilos se rompen, o quizá nuestros barcos se hunden, o quizá somos hierba y nuestras raíces son tan interdependientes que nadie esta muerto mientras quede alguien vivo. Lo que quiero decir es que no nos faltan las metáforas. Pero debes tener cuidado con la metáfora que eliges, porque es importante. Si eliges los hilos, estás imaginándote un mundo en el que puedes romperte irreparablemente. Si eliges la hierba, estás diciendo que todos estamos infinitamente interconectados, que podemos utilizar ese sistema de raíces no solo para entendernos unos a otros, sino para convertirnos los unos en los otros.
Personalmente, me ha encantado el mensaje de la novela, me ha parecido necesario sobre todo para cierta época de nuestras vidas en la que esperamos que los demás sean como nosotros nos hemos imaginado, y no como son de verdad, porque no concebimos tan fácilmente que haya más mundos que el nuestro y que las personas no sean personajes de nuestra historia sino protagonistas de la suya propia. Por eso nos venimos abajo cuando no es así, cuando la realidad no cumple nuestras expectativas. Debemos dejar de proyectar a las personas en nuestra mente y esperar que se sepan el papel cuando llegue el momento. Lo difícil, pero fundamental, es atrevernos a mirarlas directamente a los ojos, conocerlas, y que ellas nos conozcan, dejar de lado la idea que nos hemos formado de ellas y llegar a saber de verdad cómo son, por lo que han pasado, con sus luces pero también sus sombras. Porque ninguna persona es nuestro milagro ni nuestra aventura, como bien describe Quentin en algún momento.
Me despido con unas palabras de Quentin a lo que Margo le dice en esa última conversación, sobre las metáforas que elegimos para relacionamos los unos con los otros.
Me gustan los hilos. Siempre me han gustado. Porque así lo siento. Pero creo que los hilos hacen que el dolor parezca más fatal de lo que es. No somos tan frágiles como nos harían creer los hilos. Y también me gusta la hierba. La hierba me ha traído hasta ti, me ha ayudado a imaginarte como una persona real. Pero no somos brotes de la misma planta, yo no puedo ser tú. Tú no puedes ser yo. Puedes imaginarte a otro, pero nunca perfectamente, ¿sabes?
Quizás es más como has dicho antes, que todos estamos agrietados. Cada uno de nosotros empieza siendo un recipiente hermético. Y pasan cosas. Personas que nos dejan, o que no nos quieren, o que no nos entienden, o que no los entendemos, y nos perdemos, nos fallamos, y nos hacemos daño. Y el recipiente empieza a agrietarse por algunos sitios. Y sí, en cuanto el recipiente se agrieta, el final es inevitable. En cuanto empieza a entrar la lluvia dentro del Osprey, ya nunca será remodelado. Pero está todo ese tiempo desde que las grietas empiezan a abrirse hasta que por fin nos desmoronamos. Y solo en ese tiempo podemos vernos unos a otros, porque vemos lo que hay fuera a través de nuestras grietas, y lo que hay dentro se nos ve también a través de ellas. ¿Cuándo nos vimos tú y yo cara a cara? No hasta que me viste entre mis grietas, y yo a ti entre las tuyas. Hasta ese momento solo veíamos ideas del otro, como mirar tu persiana, pero sin ver lo que había dentro. Pero cuando el recipiente se rompe, la luz puede entrar. Y puede salir.