miércoles, 13 de junio de 2018

La bruja

Nueva Inglaterra, 1630. Una familia de Puritanos es expulsada de la colonia en la que viven por su radicalismo religioso, del que el patriarca William se niega a apartarse. Junto a su mujer, y sus cinco hijos, se instalan en la linde del bosque y allí erigen su nuevo hogar. Pero pronto, las cosas empiezan a torcerse. La cosecha no da los frutos que esperaban para poder sobrevivir en su soledad, su benjamín de tan solo meses de vida, Sam, desaparece misteriosamente, y eventos extraños empezarán a ocurrir sin aparente explicación, llevando a esta peculiar familia obsesionada por el pecado y su redención a un punto de no retorno. 

El género de terror siempre ha sido arriesgado. Su público es exigente, quiere lo que quiere y no saldrá de las salas cantando alabanzas si una película no le da lo que venía a buscar. El susto que haga volcar las palomitas, el villano al que pronto identificar y temer, y el desenlace previsible que lleva esperando toda la película. Por ello las fórmulas de siempre suelen funcionar muy bien: los payasos perturbados, las posesiones demoníacas, los zombies sanguinarios, los asesinos seriales. Y cuando llegan a los cines propuestas que se apartan de esta norma no escrita, como Babadook o La bruja, corren un riesgo que suele acabar con la audiencia dividida y mucha confusión. Porque son películas que apuestan por tratar al espectador precisamente como un mero espectador de los acontecimientos, que debe sacar sus propias conclusiones e interpretarlas, sin darle ninguna pista mascada, o ninguna explicación para que entienda la moraleja. Entiendo que mucha gente solo quiere empezar una película de terror simplemente para entretenerse un rato, y llevarse unos buenos sustos. De hecho, solemos medir la calidad de estos films según la cantidad de gritos y de brincos en el asiento que hemos pegado. Yo misma disfruto de este tipo de películas, y es innegable la cantidad de clásicos que han seguido la fórmula establecida y han sido verdaderos hitos en la historia del cine. Sin ir más lejos, James Wan en los años recientes ha sacado a la luz propuestas que marcaron un antes y un después, como la saga de Saw, entre otras, que sin dejar de ser lo que muchas otras películas del estilo son, lleva una marca propia que ha revolucionado el género y atrapado a los espectadores. Pero cuando de cuando en cuando directores como Robert Eggers nos proponen algo tan rompedor como La bruja, siendo además una película tan magníficamente ejecutada, no puedo evitar romper una lanza a su favor, y más aún cuando descubro que La bruja es todavía la maravillosa opera prima de su director.


La bruja no cae en el susto fácil, pero consigue crear una atmósfera de tensión y oscuridad que será la clave para que la trama termine por desatarse, y te lleves a casa esa sensación que ni tú has llegado a comprender. Porque La bruja no aterroriza, inquieta. Desliza el temor delicadamente, de forma sugerente, con eventos inquietantes que no son lo que parecen, y una falsa apariencia de calma que desbordará a nuestra familia Puritana y desatará sus más terribles impulsos contenidos. 
Es cierto que la bruja aparece en algunas ocasiones de manera explícita, no todo son pistas y huellas que hay que seguir; ya en los primeros minutos de la película se la ve "encerando" la escoba de una manera horrorosa, retratando a las brujas como seres de otra dimensión, con métodos para alcanzar sus poderes ajenos a toda comprensión.  
Pero, por lo general, se trata de un film construido con esmero y cuidado, en el que cada cosa pasa por algo, y, como mencioné antes, está en la mano del espectador interpretarlo en un sentido o en otro. De hecho, en la cosecha de la película aparece un hongo que fue muy común en el siglo XVII y puede provocar alucinaciones en sus consumidores, lo que pudo ser la causa en su momento de parte del folclore desatado respecto a las brujas y su hechicería; según Eggers, el fruto de todo lo que cree presenciar nuestra familia pudo haberse debido a este maíz contaminado, si el espectador así lo quiere interpretar. O podemos obviar este hecho y tomar por reales todos los acontecimientos. Podemos señalar múltiples teorías. Quién es la bruja realmente, por qué la película termina como termina, y si esa fue la intención de los antagonistas todo ese tiempo. Y esto, a pesar de ser desesperación para algunos, resulta exquisito para otros. Que no nos constriñan el significado de la película en lo que el director quiera que esta se convierta, sino que deje a nuestra imaginación lo que queramos que signifique para nosotros. 

Para mí, es desde luego, igual que para muchos, muchas cosas. Es la narración de la caída de esta familia, obsesionada por el pecado, en el propio pecado. La envidia de la madre por su primogénita Thomasin, ya convertida en una hermosa y prometedora joven, y la dureza de su trato hacia la muchacha. La culpa que carcome al padre de que todo lo que está pasando porque se negó a acatar el ultimatum de su colonia y fueron expulsados por su orgullo (esa es otra, ¿qué demonios hicieron para que los líderes decidieran enjuiciarlos?). El temor del pequeño Caleb cuando su hermano aun bebé desaparece, preguntándose sobre el infierno y la redención de los pecados. Y los gemelos Jonas y Mercy, ajenos en un principio al drama que les rodea pero poco a poco más involucrados en éste, no se sabe muy bien de qué lado. 
En una obra como ésta, con personajes tan contados (con los dedos de una mano) pero de tanto peso, Thomasin, la indiscutible protagonista, no se podía quedar atrás. Y esta es otra de las maneras de interpretar la película, si se quisiera llevarla más lejos, a una epopeya sobre el temor a lo desconocido, a lo diferente. Igual que en los juicios de Salem, que acontecerían en aquellos mismos lares unas décadas más adelante, la familia no entiende lo que ocurre, el comportamiento repentino de sus hijos, la desaparición de su pequeño, la mala suerte con su cosecha, los inquietantes animales del bosque... Y su chivo expiatorio es precisamente la dulce y hermosa Thomasin, una mujer, joven y poco a poco más independiente, que no comparte esa forma de vida y desea algo más, o, al menos, no dejarse arrastrar por ellos. Sin escucharla, la familia no podrá permitir que esa "bruja" destruya aquello en lo que ellos siempre han creído, y cargarán contra ella aun siendo inocente, fraguando poco a poco el final que, entendido de esa manera, se podría ver como culminación no de una historia de brujas, sino de una historia de mujeres incomprendidas y aisladas, empujadas a esa clase de vida, por la propia desconfianza de sus allegados, en lo que no pueden comprender. 


Eggers, antes de consagrarse como director, llevándose además por primera vez en la historia el premio Sundance a mejor director por una película de terror, fue parte de la producción y diseño de vestuario de otros filmes y, como tal, está habituado a la recopilación de información y a la ambientación más exacta posible. Y La bruja es su máxima expresión. Parece, ya desde el principio, que estemos inmersos en una pintura del siglo XVII, por los colores, la ropa de los personajes, la misma cabaña en la que habitan. Nada está idealizado, todo está presentado en la forma cruda y auténtica que debió de ser en la realidad. 
Y no solo la producción, sino también la trama de la película ha sido cuidada para ser llevada a los espectadores de la forma más fidedigna posible, como si de un documental se tratara. Ya al final, antes de los créditos, se nos muestra que toda la historia ha sido basada en muchas fuentes de información de la época, cuentos y documentos históricos, incluida prensa y actas judiciales. Muchos diálogos, concluye la cita, son sacados directamente de dichas fuentes. Algunas cosas podemos adivinarlas sin saber mucho del tema: el macho cabrío negro, la predilección de los aquelarres por las reuniones cálidas alrededor del fuego, los embrujos, etc. Pero, yo al menos, no conocía muchos detalles que me pasaron desapercibidos en el film o, directamente, no los entendía, y que asimilados con posterioridad, enriquecen la película y hacen que quiera revisitarla más pronto que tarde para darme cuenta de la profundidad de muchas escenas: el producto de limpieza favorito de las brujas para sus escobas, lo que empieza a dar la cabra de la familia en lugar de leche, la liebre misteriosa, el cuervo, etc. No quiero destriparos estos momentos porque son de los más potentes y es desde luego una película para ver sin tener mucha idea previa. 
Por otra parte, he visto por Internet cómo muchos comparan muchos planos de la película, brillantemente rodada jugando con los claroscuros y las perspectivas, con las pinturas negras de Goya, que datan de su última época (primer cuarto del siglo XIX), ya anciano, medio sordo y amargado por el panorama social, aun posterior a 1630 (año en el que se ambienta La bruja). Desde luego, la misma aura de tenebrosidad y confusión se respira en pinturas y película, es innegable, y me encanta que una producción de terror pueda, además de inquietar, maravillar por la belleza con que está rodada. 


Por último, me gustaría destacar la brillante actuación del reparto. Ralph Ineson y Kate Dickie son los cabeza de familia, y ya coincidieron en Juego de Tronos, bordando en esta ocasión los papeles de progenitores devotos y desesperados. Harvey Scrimshaw es el confundido niño Caleb, quien nos ofrece los minutos de mayor intensidad de la película, que desde luego tendrán el corazón de los espectadores en un puño. Ellie Grainger y Lucas Dawson son los gemelos más pertubadores que podían haber encontrado, que junto al macho cabrío "Black Philip", formarán un trío espeluznante. Y Anya Taylor-Joy es la joven Thomasin en su debut como actriz, un papel que borda con una gran expresividad y atracción magnéticas. 

No puedo más que recomendaros, aunque seáis escépticos al género de terror, que deis una oportunidad a esta joya del director novel Robert Eggers. Si estáis buscando algo diferente, si os gusta sorprenderos, y no ser testigos siempre de las mismas fórmulas que tantos otros repiten, con mayor o menor acierto, esta es vuestra película. Dejaos embaucar por La bruja y decidme, ¿qué sacáis vosotros de ella?


martes, 5 de junio de 2018

Black mirror, espejo de la deshumanización

La clave de la supervivencia de nuestra especie, al cabo de tantos siglos y milenios, ha sido sin duda nuestra capacidad de adaptación. En un planeta regido por la evolución, y por la supervivencia del más fuerte, la capacidad del ser humano, no ya de adaptarse al medio, sino de adaptar el medio a sí mismo, ha sido nuestra llave para hacer de la Tierra nuestro reino y de nosotros los seres humanos sus soberanos. Remontándonos al inicio de los tiempos, el control del fuego fue sin duda la tecnología más básica que hayamos podido aprehender, y la carrera contra el tiempo prosiguió con la proto-industria de la piedra y las múltiples herramientas que pudimos inferir de ella; proseguimos más tarde con la invención de la agricultura y la ganadería, que nos permitió ser dueños del suelo que pisábamos convirtiéndonos en sedentarios y comenzando así el desarrollo de las primeras civilizaciones. El resto (la rueda, la escritura, la pólvora, la imprenta...) es historia. El ser humano avanzó a través de los tiempos, cruzó océanos, descubrió parajes desconocidos, ganó guerras, imperios, y conquistó el Universo, gracias a su propia inventiva y a las tecnologías que iban poniendo remedio a las barreras que se iba encontrando en su camino. Pero llegado el siglo XX, parecía que no quedaba nada por inventar. Después de dos revoluciones industriales, la energía eléctrica, y la producción en serie, éramos escépticos a que aquellos armatostes llamados "computadoras" pudieran hacernos la vida aun más fácil. Pero así fue: los ordenadores cobraron una forma mucho más utilitaria y enseguida se inventó el internet, los teléfonos móviles y las redes sociales, la inteligencia artificial, etc. En las últimas décadas, nuestra sociedad ha avanzado más rápido que en los siglos anteriores. La generación de nuestros abuelos y la de nuestros padres no podía encontrar entre sí un abismo más pronunciado. La era digital ha despertado con hambre de prosperar y extenderse a lo largo y ancho del planeta, trascendiendo poco a poco a nuestras vidas para hacernos depender totalmente de ella.

Un chip que, implantado en nuestro cerebro, permite grabar a través de nuestros propios ojos todas nuestras vivencias, que podemos rebobinar y contemplar una y otra vez, proyectar en una pantalla, etc. Una función distinta del chip con la que literalmente podemos "bloquear" a las personas que queramos perder de vista, en la vida real, tras lo cual no podremos verlas ni oírlas. Un robot humanoide diseñado a imagen y semejanza de nuestros seres queridos perdidos para mantenerlos presentes en nuestras vidas tras su marcha. Una sociedad en la que tu estatus social y ventajas ciudadanas dependen de cuantos "likes", o, en su caso, estrellas, te regalen tus conciudadanos según tu comportamiento cívico. Un control remoto implantado en el cerebro de nuestros hijos para censurar lo que ven y escuchan y para tenerlos vigilados constantemente por videocámara. Una app de citas que pone fecha de caducidad a las relaciones, por las que deberás ir pasando hasta encontrar tu "match" perfectamente impuesto por la tecnología. Un candidato a la presidencia que no es más que un avatar satírico manejado por un cómico con la lengua afilada. Y un sinfín más de ideas para un futuro distópico que, sin embargo, no se nos debe antojar tan lejano, pues, como hemos presenciado a través de milenios, lo mejor que sabe hacer el ser humano es superarse y adaptarse al paso de los tiempos, y si combinamos los crecientes conocimientos tecnológicos a nuestro alcance, con la imperiosa necesidad humana de tenerlo todo controlado, puede dar lugar a resultados más que cuestionables.

Cada episodio de Black Mirror plantea una idea innovadora, un contexto distinto al anterior que, aunque en un principio parezca incluso atractivo, una serie de acontecimientos inquietantes irán hilando una trama con la que no podrás parpadear hasta conocer el desenlace, que te atrapará y te pillará desprevenido, provocando más que una exclamación y una boca abierta de desconcierto.  Te hará plantearte, "¿actuaría yo igual en esa situación?". He llegado a tener un debate de más de una hora con mi hermano en uno de los episodios que vimos juntos. Porque aunque Black Mirror tiene sus más y sus menos, algún episodio mucho más flojo de lo que nos tienen acostumbrados, en general, no te dejará indiferente. Como mínimo, irrumpirá en tus principios más arraigados y los pondrá en duda. Su incesante trama te mantendrá clavado en el sofá, y su tesis te hará regresar a por más, a descubrir con qué idea revolucionaria te bombardean la siguiente vez. Su ritmo es frenético; sus personajes, variopintos y reales, y el guión, perfectamente construido para cerrar el conflicto y abrir en su lugar mil preguntas al respecto.

Black mirror nos da una bofetada con nuestro propio guante, nos lanza un jarro de agua fría para despertar y ser conscientes de hasta dónde seríamos capaces de llegar como sociedad, como especie.
No solo habla de aparatos endemoniados que se vuelven contra nosotros, sus creadores, sino de nosotros mismos, los doctores Frankenstein de esta historia, y cómo podemos llegar a dar rienda suelta a nuestros impulsos más desenfrenados,  alimentados por nuevas herramientas tecnológicas, cada vez más poderosas. Los celos, las inseguridades, la vanidad, la nostalgia, el auto-engaño, la obsesión.
Porque Black mirror es, volviendo a nuestro presente, el "espejo negro" de nuestras pantallas digitalizadas donde nos miramos cada vez con mayor deshumanización, dejando atrás lo que un día nos hizo naturales, auténticos, racionales, y perdiendo nuestra propia esencia mientras nos dejamos absorber y tragar en la inmensidad de una pantalla en negro. Una inmensidad vacía, llena de nada. Todos lo sabemos pero participamos del juego gustosos. Aceptamos términos y condiciones para convertir nuestros datos en mercancía para las grandes empresas y encantados nos convertimos durante horas en esclavos de estos espejos en negro que todos tenemos en nuestros hogares, ya sea para trabajar, pasar el rato, construir en el "muro" la imagen que queremos que todo el mundo perciba de nosotros, e incluso entablar una guerra digital en las redes por ver quién es más políticamente correcto, quién merece nuestro odio por pensar diferente, y a quién aplaudimos a "likes" tras farfullar cuatro cosas que no nos molestamos ni en contrastar. Es curioso como un espacio que fue concebido como un oasis en pos de la libertad de expresión de sus usuarios, se ha convertido en un campo minado para quienes no siempre piensan como la mayoría dice que se debe pensar, o no están de acuerdo con el "hashtag" más popular. Y es curioso como un espacio nacido para dar mayor cabida a la libertad de información se ha convertido en la "hora de la post-verdad" en la que no importa cuanta dosis de realidad haya en una publicación, sino las palabras que se deben usar para causar una mayor sensación entre los "followers". Y es curioso como algo que pronosticaba un mayor acercamiento de los unos con los otros se ha convertido en una poderosa arma de enfrentamiento y de aislamiento. A estas alturas, Hated in the nation se asemeja terriblemente posible, más que Nosedive, que ya es nuestra realidad.
Tristemente, no podemos hacer nada por remediarlo, porque nuestra sociedad ya se sostiene demasiado en estos pilares cibernéticos. Hoy día es imposible trabajar o estudiar o sin un ordenador.  Cuando salimos de casa nos sentimos desnudos, expuestos, inseguros, sin nuestro teléfonos móviles en el bolsillo. Y por otra parte, no me engaño creyendo que solo tiene un lado oscuro. Internet es maravilloso y aterrador. Igual que un pozo sin fondo para nuestros instintos más peligrosos, también es un océano de posibilidades, de investigación, conocimiento, difusión, etc. Puede que de cabida a todo tipo de bajezas que no somos capaces ni de imaginar, de dispersar mensajes peligrosos, de provocar también masivas avalanchas populares de odio cocido al fuego de la ignorancia. Pero por otra parte, pone a nuestro alcance la posibilidad de llegar a ser, a abarcar, mucho más, de aplicar a nuestra vida y profesión innumerables herramientas que de otra forma no tendríamos disponibles, y de juntar a multitudes que nada tienen que ver bajo un propósito mayor. Puede encerrarnos en nosotros mismos y aislarnos precisamente de los que tenemos a nuestro alrededor, que quieren disfrutar de una compañía que no sea una persona pegada a un aparato de coltán, pero también puede derribar fronteras y permitir que podamos interactuar con quienes están lejos.
Como siempre, y al igual que el resto de las victorias del hombre en su carrera contra el tiempo, en pos de la evolución, el rumbo que tomen nuestros espejos en negro dependerá de las intenciones con las que decidamos asomarnos a ellos. De nuestra consideración por nuestro propio mundo, el que existe antes que aquellos, y en lo que queramos que se convierta.