Miro el reloj. Son las cinco menos dos minutos. ¡Hay que ver
lo estricta que llega a ser Maite! Nunca nos permite abandonar el aula hasta
las cinco en punto. Es una pena que tengamos que vérnoslas con la biología a
última hora…
Con impaciencia, muevo los dedos, provocando un golpeteo nervioso en mi
pupitre. Miro a los demás. A mi alrededor, todo son caras de absoluto
aburrimiento y cansancio. Algunos tienen ya la mochila sobre sus espaldas y están
en posición de ataque, preparados para saltar en cuanto suene la alarma de
Maite. Otros, en cambio, se tambalean en la silla con expresión de resignación,
y juguetean con el estuche descolorido. Algunos miran disimuladamente sus
teléfonos móviles, escondidos en las mochilas, y los demás, dirigen miradas
inquisitivas a los rostros del exterior, que se asoman detrás del cristal de la
puerta, esperando con impaciencia a que Maite deje salir a sus amigos. Entre
ellos veo a Rosa. Esta exuberante rubia dirige carantoñas a su “nuevo” novio,
Mario, quien se sienta a mi lado, y que ahora lanza besos cursis en dirección a
la puerta.
No puedo más. Necesito salir ya. Dirijo un último vistazo a
la puerta y centro la mirada en Maite, mientras ordeno mi cabello oscuro y
enredado.
Las cinco menos un minuto.
El patio ya está lleno a rebosar. Padres y madres, cuidadoras
y hermanos mayores, acuden a recoger a sus respectivos pequeñajos, entre
besos, meriendas y la típica pregunta:
“¿Qué tal el día, cielo?”. Sus “inocentes” hijos les muestran su rostro
angelical y sonríen con una mirada de corderito degollado: “Muy bien, mami. Nos
hemos portado muy bien.” Uff… si supieran aquellas incautas madres lo que son
capaces de hacer sus hijos en realidad… La señorita Chelo anda todo el día de
acá para allá, respondiendo, resignada, a las constantes trastadas de los
alumnos de Infantil… Plastilina por el suelo, lloriqueos injustos, pegotes en
los aseos…
Vaya, me he vuelto a quedar en las nubes. No aparto la
mirada, sino que continúo contemplando el exterior, que se me antoja apetitoso.
¡Qué fácil es distraerse cuando estás sentada al lado de la ventana! Siempre me
entretengo cotilleando quién pasea por el patio.
Vuelvo a la realidad. Maite ha cesado de parlotear, pero solo
para dictar los deberes. Abro con pereza la agenda y deslizo el boli por la
página desinteresadamente.
Por fin, Maite mira su reloj, esboza una mueca y, antes de
que pueda articular palabra alguna, todos nos
levantamos dando saltos de alegría, agarramos las mochilas, y nos
dirigimos en pelotón a la salida. Me reúno con Lucía.
-
Vaya
tostón de clase nos tocó hoy… – Me comenta.
-
¿Acaso
alguna vez no es así? – Le respondo con un suspiro.
Enseguida empezamos a bromear y se nos une Celia, quien se
queja de un empujón que le dio un monstruo de Primer Ciclo. Y digo monstruo,
porque son así de verdad. No hay nada ni nadie más molesto, maleducado y veloz
que los de Primer Ciclo. Recorren los pasillos con grandes zancadas, propinando
empujones a quienes interrumpen su camino. Además, hablan a voces, bromeando
con los amigos y llenando de barullo los pasillos.
-
Espero
que Maite les ponga en su sitio – Espeta Celia.
Nos reímos. Tiene razón. Este año les ha tocado a Maite de
tutora. Es tan severa que no va a tolerarles ni la más mínima tontería.
-
Eso
no nos lo podemos perder. Habrá que verles a las cinco menos dos, aguantando a
la pesada de Maite – Dice Lucía entre risas.
Por fin, bajamos las escaleras y llegamos al patio. El aire
fresco azota mis mejillas y revuelve mi cabello. Inspiro con profundidad para
captar el olor del otoño. Es un aroma con mezcla de madera, castañas asadas,
humo, césped recién cortado, libros nuevos, grafito de lápices… Sonrío.
Atravesamos la verja que chirría al abrirse y salimos a la
calle. ¡Ya somos libres! No es que sea el prototipo de niña que odia el
colegio, sino que tantas horas seguidas se me hacen eternas.
Veo a María y la saludo. Va acompañada de Carles, quien me
dirige una sonrisa. Esa relación nunca la entendí muy bien. Al principio del curso,
no hacían buenas migas. Discutían por todo, nunca se ponían de acuerdo, y,
básicamente, no se aguantaban. Ahora, son mucho más que amigos. No entiendo
tanto cambio en la clase de un año para otro. En el curso anterior, todo era
más normal y no se complicaban tanto la vida como ahora. En fin, sigo caminando
y cruzo un semáforo.
Vamos las tres juntas, como tres invencibles, a las que nunca
separarán.
Pasamos al lado de los taxistas. Tienen sus vehículos
aparcados en la carretera, uno detrás de otro, como si de un ejército de
tanques se tratara. Ellos, en cambio, apoyan sus espaldas en la pared grisácea
de la calle, donde cotillean sobre el partido de anoche. Cruzamos la calle;
Celia se separa para dirigirse hacia su casa.
-
¡Hasta
mañana! – Nos despedimos.
Lucía y yo retomamos juntas el camino de costumbre, por la
Gran Avenida . A medida que nos adentramos más en esta enorme jungla
de ladrillo y asfalto, aparecen ante nosotras edificios muy singulares : la
estrecha cabina de la ONCE, donde, cada vez que paso por delante, pillo a su
empleado echándose una siesta ; el horno donde compramos los mejores mazapanes
de la ciudad ; un chino que vende absolutamente todo lo que puedas imaginar ;
la peluquería que siempre está llena de jóvenes uniformadas haciendo prácticas
con cabelleras ajenas… y podría continuar eternamente, porque es una calle
demasiado animada.
Lucía empieza a contarme su reciente viaje a Roma, y yo la
escucho callada, y con la mirada perdida en el horizonte.
Después de cinco minutos de intenso monólogo, fijo la mirada
en la persona que camina justo delante de nosotras.
Y, en este preciso instante, le veo.
Sólo le veo a él.