jueves, 13 de diciembre de 2012

En un día cualquiera...


Miro el reloj. Son las cinco menos dos minutos. ¡Hay que ver lo estricta que llega a ser Maite! Nunca nos permite abandonar el aula hasta las cinco en punto. Es una pena que tengamos que vérnoslas con la biología a última hora…

Con impaciencia, muevo los dedos,  provocando un golpeteo nervioso en mi pupitre. Miro a los demás. A mi alrededor, todo son caras de absoluto aburrimiento y cansancio. Algunos tienen ya la mochila sobre sus espaldas y están en posición de ataque, preparados para saltar en cuanto suene la alarma de Maite. Otros, en cambio, se tambalean en la silla con expresión de resignación, y juguetean con el estuche descolorido. Algunos miran disimuladamente sus teléfonos móviles, escondidos en las mochilas, y los demás, dirigen miradas inquisitivas a los rostros del exterior, que se asoman detrás del cristal de la puerta, esperando con impaciencia a que Maite deje salir a sus amigos. Entre ellos veo a Rosa. Esta exuberante rubia dirige carantoñas a su “nuevo” novio, Mario, quien se sienta a mi lado, y que ahora lanza besos cursis en dirección a la puerta.

No puedo más. Necesito salir ya. Dirijo un último vistazo a la puerta y centro la mirada en Maite, mientras ordeno mi cabello oscuro y enredado.

Las cinco menos un minuto. 

El patio ya está lleno a rebosar. Padres y madres, cuidadoras y hermanos mayores, acuden a recoger a sus respectivos pequeñajos, entre besos,  meriendas y la típica pregunta: “¿Qué tal el día, cielo?”. Sus “inocentes” hijos les muestran su rostro angelical y sonríen con una mirada de corderito degollado: “Muy bien, mami. Nos hemos portado muy bien.” Uff… si supieran aquellas incautas madres lo que son capaces de hacer sus hijos en realidad… La señorita Chelo anda todo el día de acá para allá, respondiendo, resignada, a las constantes trastadas de los alumnos de Infantil… Plastilina por el suelo, lloriqueos injustos, pegotes en los aseos…

Vaya, me he vuelto a quedar en las nubes. No aparto la mirada, sino que continúo contemplando el exterior, que se me antoja apetitoso. ¡Qué fácil es distraerse cuando estás sentada al lado de la ventana! Siempre me entretengo cotilleando quién pasea por el patio.

Vuelvo a la realidad. Maite ha cesado de parlotear, pero solo para dictar los deberes. Abro con pereza la agenda y deslizo el boli por la página desinteresadamente. 

Por fin, Maite mira su reloj, esboza una mueca y, antes de que pueda articular palabra alguna, todos nos  levantamos dando saltos de alegría, agarramos las mochilas, y nos dirigimos en pelotón a la salida. Me reúno con Lucía.

-          Vaya tostón de clase nos tocó hoy… – Me comenta.

-          ¿Acaso alguna vez no es así? – Le respondo con un suspiro.

Enseguida empezamos a bromear y se nos une Celia, quien se queja de un empujón que le dio un monstruo de Primer Ciclo. Y digo monstruo, porque son así de verdad. No hay nada ni nadie más molesto, maleducado y veloz que los de Primer Ciclo. Recorren los pasillos con grandes zancadas, propinando empujones a quienes interrumpen su camino. Además, hablan a voces, bromeando con los amigos y llenando de barullo los pasillos.

-          Espero que Maite les ponga en su sitio – Espeta Celia.

Nos reímos. Tiene razón. Este año les ha tocado a Maite de tutora. Es tan severa que no va a tolerarles ni la más mínima tontería.

-          Eso no nos lo podemos perder. Habrá que verles a las cinco menos dos, aguantando a la pesada de Maite – Dice Lucía entre risas.

Por fin, bajamos las escaleras y llegamos al patio. El aire fresco azota mis mejillas y revuelve mi cabello. Inspiro con profundidad para captar el olor del otoño. Es un aroma con mezcla de madera, castañas asadas, humo, césped recién cortado, libros nuevos, grafito de lápices… Sonrío.

Atravesamos la verja que chirría al abrirse y salimos a la calle. ¡Ya somos libres! No es que sea el prototipo de niña que odia el colegio, sino que tantas horas seguidas se me hacen eternas.

Veo a María y la saludo. Va acompañada de Carles, quien me dirige una sonrisa. Esa relación nunca la entendí muy bien. Al principio del curso, no hacían buenas migas. Discutían por todo, nunca se ponían de acuerdo, y, básicamente, no se aguantaban. Ahora, son mucho más que amigos. No entiendo tanto cambio en la clase de un año para otro. En el curso anterior, todo era más normal y no se complicaban tanto la vida como ahora. En fin, sigo caminando y cruzo un semáforo.

Vamos las tres juntas, como tres invencibles, a las que nunca separarán.

Pasamos al lado de los taxistas. Tienen sus vehículos aparcados en la carretera, uno detrás de otro, como si de un ejército de tanques se tratara. Ellos, en cambio, apoyan sus espaldas en la pared grisácea de la calle, donde cotillean sobre el partido de anoche. Cruzamos la calle; Celia se separa para dirigirse hacia su casa.

-          ¡Hasta mañana! – Nos despedimos.

Lucía y yo retomamos juntas el camino de costumbre, por la Gran Avenida . A medida que nos adentramos más en esta enorme jungla de ladrillo y asfalto, aparecen ante nosotras edificios muy singulares : la estrecha cabina de la ONCE, donde, cada vez que paso por delante, pillo a su empleado echándose una siesta ; el horno donde compramos los mejores mazapanes de la ciudad ; un chino que vende absolutamente todo lo que puedas imaginar ; la peluquería que siempre está llena de jóvenes uniformadas haciendo prácticas con cabelleras ajenas… y podría continuar eternamente, porque es una calle demasiado animada.

Lucía empieza a contarme su reciente viaje a Roma, y yo la escucho callada, y con la mirada perdida en el horizonte.

Después de cinco minutos de intenso monólogo, fijo la mirada en la persona que camina justo delante de nosotras.

Y, en este preciso instante, le veo.

Sólo le veo a él.


 

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